El Goce Femenino - Fragmento El Nuevo Desorden Amoroso

"Que sepamos, sólo una música se aproxima o equivale al goce femenino, la música oriental, generalmente poco apreciada en Occidente debido a su estructura repetitiva y obsesiva.

La música oriental es la suprema entonación, ante la cual sólo cabe estremecerse o desfallecer; al igual que el goce enloquece en su propia monotonía; se envuelve de una repetición constante, excesiva, que roza en la pérdida; no se retiene, no cuenta nada, sólo expresa su eterno desvanecimiento, eterna delicia. La mujer que goza ya no puede hablar, su sexo, su cuerpo entero asciende a su cavidad bucal, se precipita a la luz del día, eructa en su paladar, desgarra la lengua, se escapa en gritos, jadeos, carcajadas, sollozos, estrangula la palabra clara y la armonía a favor de un síncope depurado y abstracto al que sólo Oriente ha sabido acercarse.

En este goce/música sólo ocurre el propio goce, enlazado en su retorno indefinido. Repetición gloriosa, formal, literal, arrastrando una formidable intensidad que surca la carne, machaca la voz, la garganta, vive con una necesidad innata de destruir y de ser a su vez destruida, pisoteada, expulsada. Es un arrobamiento soberano, un cambio permanente de puntos, nudos, goznes, momentos en que lo aglutinado se rompe, estalla y cuyos fragmentos alcanzan los repliegues más íntimos. Todo se disocia, se disuelve, se hace discordante, huidizo; ruptura de ritmos, fracturas brutales, modulaciones nuevas que despiertan unos sentimientos efímeros, y cuyas fuerzas en su tensión primitiva, finalmente liberadas, permiten otras disposiciones, otras reorganizaciones, las fuerzas no huyen como en el hombre, se difunden por los músculos, la osamenta, el esqueleto, su liberación no termina con la excitación, la transporta, la extiende en todos los sentidos, la propaga hasta el menor rincón; el goce de la mujer comienza en el mismo lugar donde acaba el del hombre. Orgasmos, pues en plural que jamás surgen de la misma manera al igual que un relato que yuxtapusiera en un mosaico barroco varios inicios, varios finales, varias intrigas y líneas; principio de desorganización permanente bajo las miradas de una carne que no espera más que conmociones idénticas, innovaciones que la cabeza no puede prever porque no se producen en el lugar donde se las espera, algo secreto, se desencadena, se desagarra allí sin que ninguna finalidad lo obstruya.

Los gritos de la mujer en el éxtasis erótico no expresan el teatro de las emociones profundas, son su palabra inmediata, desbordada, ardiente sin recurrir a un soporte verbal; palabra sin palabra que no puede callarse, rompe los tabiques del aparato fónico, irrita los deslizamientos sedosos de las epidermis y de los tímpanos, hace oír el sexo en la garganta, el ano en la laringe; auténtica ascensión de las partes bajas del cuerpo al torso y a la cabeza, sube irreprimiblemente como un acceso de tos, es un interior que vomita mudas imprecaciones, pero estas imprecaciones no dicen nada, proclaman un cuerpo fabuloso. Ruidos roncos y rasposos en los que se oyen los incidentes pulsionales, la irritación obsesiva de una región que se enciende, la inflamación brutal de una superficie o de una tira de tejido.

Los gritos del placer son los gritos de lo incomunicable, da una alta tensión que obtura la garganta, impidiendo con su misma violencia la formación clara de los fonemas, el paso evidente de las vocales y de las consonantes; no es otro lenguaje, sino un farfulleo emocional que ya no puede pasar por la transición de las palabras y el orden sintáctico si no es transformándolo en acontecimientos intensos.

Lo que dice la boca cuando el cuerpo goza es que el lenguaje sólo puede acercarse al orgasmo a condición de destruirse en él, fragmentarse en partículas, sílabas desgañitadas, lenguaje cargado de trastornos orgánicos, inepto para desprenderse de un montón de sensaciones, de una afluencia de sangre y de pieles. El acceso de las palabras a la boca queda vedado.

Los delimitados terrenos del dolor y del placer, de la consciencia y de la opacidad aparecen aquí confundidos, todo se mezcla y se confunde, el cuerpo es una encrucijada de trayectos, de pulsiones, de emulsiones, de mensajes que no tienen sentido, pero que no cesan de ser emitidos a un ritmo cada vez más vertiginoso; los signos crepitan, proliferan, signos en los que no hay nada salvo caos y materia en fusión.”


El Nuevo Desorden Amoroso (Pág. 170-171)

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